Un día en Tarragona con las familias de Terral

Fue un día de sol espléndido. Dejamos Barcelona sobre las 10 de la mañana, con cielo cubierto; la ciudad estaba  oscura, soñolienta. A los pocos kilómetros el sol asomaba claro y, poco a poco, fue abrillantándonos el día; el sol y la luz no nos dejaron en ningún momento.  Las familias de Terral podrían disfrutar  de toda la belleza del Mediterráneo a la vez que pasearse tranquilamente por las gradas de los vestigios de Roma en Tarraco,  la ciudad española con más kilómetros cuadrados de arqueología.  Y, como era domingo, quienes quisieran podrían asistir a la Santa Misa y cumplir el precepto dominical para los católicos. Después, en los alrededores del anfiteatro podríamos comer los bocadillos que todos habíamos preparado en nuestras casas.

El viaje en autocar – ida y vuelta- resultó cómodo y rápido; apenas algún ligero mareo sin importancia; así que antes de las 12 poníamos pie en tierra y allí mismo nos recogían nuestros dos guías: habría que dividir el gran grupo en dos, de unas 20 personas cada uno. Y comenzamos el itinerario marcado. Primero cruzar la muralla ibero-romana… Nos contemplaban más de 2.200 años!… Y, una vez dentro de los límites de la antigua Tarraco, fundación romana, nos fuimos directos a pasear por el foro provincial, que en su tiempo de esplendor  ocupaba cerca de  18 hectáreas. Como todos los foros romanos, uno de sus extremos quedaba rematado por el Templo al “divino” Augusto; hoy, solo quedan de él apenas dos columnas gigantescas. De los edificios dedicados a tareas administrativas solo quedan también restos de los gruesos muros en los que funcionarios, contables, secretarios, cuestores, ediles… dirigían la inmensidad del territorio de la Tarraconense. 

Justo debajo del foro provincial se encontraba el circo, hoy muy excavado; el guía nos colocó en la curva del plano y con su relato parecían revivir los gritos de los espectadores – hasta 20.000!- animando a su equipo: azules, amarillos, verdes y blancos. Chirriaban las ruedas de los carros, mientras el auriga trataba de dominar la fuerza de las bigas o de las trigas o de las cuadrigas, en función del número de caballos que tiraban del carro. La muchedumbre se animaba y echaba a sus favoritos flores, monedas, dulces… Después de las siete vueltas a la spina, reglamentarias, el ganador recibiría su premio: una corona de laurel, el aplauso de la multitud y, si era esclavo, podía incluso obtener su manumisión. Debajo de las gradas, los “vomitoria” eran los amplios pasadizos por los que el público accedía a sus asientos. Era ahí, en los vomitoria, donde podían comprarse bebidas y aun comida, que permitieran pasar tranquilamente el resto de la jornada festiva. Aún hoy, alguno de aquellos espacios alberga algún restaurante.

De aquí nos fuimos al anfiteatro. Las venationes – juegos de fuerza o exposiciones de animales exóticos: leones, tigres, elefantes…- debieron ser frecuentes: a los pies del anfiteatro, el puerto romano de Tarraco vería desembarcar los animales que, desde las profundas caveas donde convivirían hombres y bestias, asomarían sus cabezas salvajes el día de fiesta previsto… o el día marcado para ejecutar la pena de muerte impuesta a los “enemigos del estado”; aquellos que se negaban a sacrificar a los dioses paganos…que, para los romanos del Imperio, eran más de 2.000.

Si no había venationes y era día festivo, el pretor debía encargarse de suministrar otra “diversión”: las luchas de gladiadores. Precisamente, para acceder a la magistratura de pretor hacía falta contar con un patrimonio personal lo suficiente grande como para trabajar gratuitamente- sin salario alguno- durante, al menos, un año al servicio de Roma y costear las diversiones para el pueblo. Por supuesto el pretor y los demás magistrados eran responsables de asegurar el suministro de pan. Entonces, como ahora, dar al pueblo “pan y circo” eran condiciones imprescindibles para mantener el cargo.

Los gladiadores eran contratados por el pretorio a un “empresario” de cuadrillas; solían ser unos 20 hombres en cada equipo y todos lucharían – no siempre a vida o muerte, a veces, era una simple exhibición de fuerza- en la arena del anfiteatro. El pretor debería haber pagado un mínimo de 80 sestercios al empresario para cada gladiador que saliera a la arena. El problema se presentaba si alguno de los gladiadores había luchado poco o mal, a juicio del pueblo. Porque, en este caso, los espectadores se levantaban y exigían su muerte… En este caso, el pretor debería pagar al empresario la cantidad de 4.000 sestercios; el salario de un jornalero romano durante todo el año. Este el precio… de un ser humano!…. Y quién decidía sobre si un hombre merecía la pena seguir viviendo o no, … era el pueblo!.

Desde aquí, quienes quisieran podrían asistir a la Santa Misa en la iglesia de San Agustín; allí mismo, en la Rambla. Entre otras cosas, podríamos agradecer que, por fin, en el 325 d. C. y pese a que los combates de gladiadores seguían siendo populares, el primer emperador cristiano Constantino el Grande promulgó un edicto en el que mostraba su desaprobación de los juegos, que calificó como «espectáculos sangrientos»; tuvieron que pasar muchos años más para que, en 393 Teodosio I adoptara el cristianismo como religión estatal del Imperio romano y prohibiera las fiestas paganas. Roma quedaba, por fin, libre de sangre humana vertida solo como medio de diversión.

Como ya he dicho, después de la Misa, nos reencontramos en los jardines que rodean el anfiteatro y allí, en pequeños grupitos, ante un azul espléndido y el sol suave de la primavera terminamos nuestro día de excursión. Sobre las 16 horas nos recogía el autocar, prácticamente donde estábamos, para iniciar nuestro regreso a Barcelona. 

Hasta la próxima, familias de Terral!… Os esperamos en el próximo evento, acompañando a vuestras hijas en estos momentos de vida familiar y formación continua.

Muchas gracias M. Dolors por este artículo que resume muy bien toda la jordana que pasamos en Tarragona.

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